Se habían conocido en un viaje de
esos que organizan para jubilados. Desde que enviudó su vida se había abocado a
hacer excursiones para gente mayor. Termas de Río Hondo, Mar muerto, Santa
Teresita, Cataratas. En uno de esos viajes, ella había ido con el grupo de
Rilo, el cuñado de mi abuelo y un grupo de gente del Club de Jubilados de
Beccar.
Yo era chica cuando la conocí. La
vi contadas veces, en algunos viajes que yo hice a Buenos Aires, fines de año
que iban a pasar las fiestas con nosotros, una vez mi abuelo fue en el Peugeot 404
que tenía desde que lo compró 0 Km. Como ya no le renovaban el carnet, cuando
llegó a San Juan se lo regaló a mi papá.
A mí me resultaba bastante anecdótico que mi
abuelo tuviera “novia”, siempre que lo contaba la gente se reía, yo lo justificaba
diciendo que cuál era el problema, si en definitiva eran viejos y se
acompañaban. Ella vivía en Quilmes, mi
abuelo en Victoria, se veían los fines de semana, salían al casino y el domingo
a la noche cada cual volvía a su casa. Cuando ella se quedaba en lo de mi
abuelo, no dormían juntos, para él era sagrada la cama de su matrimonio y le
preparaba la habitación de visita.
Mi papá siempre se reía un poco
de ella, primero pensaba que por una cuestión de “fidelidad”, los novios de los
padres se tenían que odiar, después entendí que no y yo también dejé de odiar
un poco a los novios de mis padres. Cuando la conocimos tenía sesenta y siete y
al año siguiente tenía sesenta y cinco y así sus años iban disminuyendo. Además
tenía dotes de realeza que no sabíamos de dónde venían, pero cada vez que salíamos
se peleaba con un mozo, o con el remisero y se jactaba de eso justificado por
su exigencia por el buen servicio.
Mi viejo le decía “la princesa rusa del
conurbano”, parece que en ese país las princesas se caracterizaban por sus
desquiciadas exigencias, y ésta no quería ser menos. Se teñía el pelo de
blanco, usaba mucho rouge rojo y un perfume dulzón que me daba nauseas, muchos
anillos y ropa con brillos que combinaba con unas zapatillas blancas horrendas
que parecían de enfermero. Una vez acompañé a mi abuelo a Quilmes, nos tomamos una
combi en Retiro y nos quedamos a dormir una noche allá, su departamento de 50
metros cuadrados era íntegramente rosado y las paredes del living estaban cubiertas
de platos, muchos suvenir de viajes y fotos de su hermana “la que vive en nueva
Shork”, aunque en realidad vivía en los suburbios. No había fotos de su vida
antes de conocer a mi abuelo, ni una foto con su marido, del que había
enviudado muchos años atrás, ni viajes con él, nada.
Fue un enero la última vez que la
vi, me regaló pantuflas del barrio chino. Vinimos a pasar el último año nuevo
con mi abuelo, que ya estaba muy enfermo. Como era una situación especial ella
se quedó unos días en Victoria para poder ir a la clínica, pero nunca se
quedaba sola a cuidarlo. Al parecer sus años ya no se lo permitían, o quizás no
era tarea para una princesa rusa.
En esos días de sala de espera,
Lidia, mi tía nos contó que por un amigo escribano se había enterado que esta
mujer nunca había estado casada con ese doctor. En realidad, ella había sido su
secretaría por 35 años y la amante. Su departamento, se lo había puesto este
tipo, pero estaba a nombre de uno de sus hijos, por lo que luego de la muerte
del doctor, ella había tenido unos líos legales bárbaros con toda esa familia.
Casi un mes después mi abuelo se
murió y ella ni siquiera estuvo ahí cuando pasó. Después vino la tarea de
ordenar la casa y repartir las cosas entre la familia. Ahí ella sí estuvo y
hasta creo que esperaba entrar en la repartija como “viuda” que seguramente se
consideraba. Mi papá iba separando cosas en un montoncito que él creía podían
ser para ella, Lidia, lo iba desarmando. Intentó llevarse un juego de té que
había sido de mi abuela, pero sólo la despacharon con un álbum de fotos de
Cataratas.
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