lunes, 16 de julio de 2012

Princesa Rusa del Conurbano


Se habían conocido en un viaje de esos que organizan para jubilados. Desde que enviudó su vida se había abocado a hacer excursiones para gente mayor. Termas de Río Hondo, Mar muerto, Santa Teresita, Cataratas. En uno de esos viajes, ella había ido con el grupo de Rilo, el cuñado de mi abuelo y un grupo de gente del Club de Jubilados de Beccar.
Yo era chica cuando la conocí. La vi contadas veces, en algunos viajes que yo hice a Buenos Aires, fines de año que iban a pasar las fiestas con nosotros, una vez mi abuelo fue en el Peugeot 404 que tenía desde que lo compró 0 Km. Como ya no le renovaban el carnet, cuando llegó a San Juan se lo regaló a mi papá.
 A mí me resultaba bastante anecdótico que mi abuelo tuviera “novia”, siempre que lo contaba la gente se reía, yo lo justificaba diciendo que cuál era el problema, si en definitiva eran viejos y se acompañaban.  Ella vivía en Quilmes, mi abuelo en Victoria, se veían los fines de semana, salían al casino y el domingo a la noche cada cual volvía a su casa. Cuando ella se quedaba en lo de mi abuelo, no dormían juntos, para él era sagrada la cama de su matrimonio y le preparaba la habitación de visita.
Mi papá siempre se reía un poco de ella, primero pensaba que por una cuestión de “fidelidad”, los novios de los padres se tenían que odiar, después entendí que no y yo también dejé de odiar un poco a los novios de mis padres. Cuando la conocimos tenía sesenta y siete y al año siguiente tenía sesenta y cinco y así sus años iban disminuyendo. Además tenía dotes de realeza que no sabíamos de dónde venían, pero cada vez que salíamos se peleaba con un mozo, o con el remisero y se jactaba de eso justificado por su exigencia por el buen servicio.
 Mi viejo le decía “la princesa rusa del conurbano”, parece que en ese país las princesas se caracterizaban por sus desquiciadas exigencias, y ésta no quería ser menos. Se teñía el pelo de blanco, usaba mucho rouge rojo y un perfume dulzón que me daba nauseas, muchos anillos y ropa con brillos que combinaba con unas zapatillas blancas horrendas que parecían de enfermero. Una vez acompañé a mi abuelo a Quilmes, nos tomamos una combi en Retiro y nos quedamos a dormir una noche allá, su departamento de 50 metros cuadrados era íntegramente rosado y las paredes del living estaban cubiertas de platos, muchos suvenir de viajes y fotos de su hermana “la que vive en nueva Shork”, aunque en realidad vivía en los suburbios. No había fotos de su vida antes de conocer a mi abuelo, ni una foto con su marido, del que había enviudado muchos años atrás, ni viajes con él, nada.
Fue un enero la última vez que la vi, me regaló pantuflas del barrio chino. Vinimos a pasar el último año nuevo con mi abuelo, que ya estaba muy enfermo. Como era una situación especial ella se quedó unos días en Victoria para poder ir a la clínica, pero nunca se quedaba sola a cuidarlo. Al parecer sus años ya no se lo permitían, o quizás no era tarea para una princesa rusa.
En esos días de sala de espera, Lidia, mi tía nos contó que por un amigo escribano se había enterado que esta mujer nunca había estado casada con ese doctor. En realidad, ella había sido su secretaría por 35 años y la amante. Su departamento, se lo había puesto este tipo, pero estaba a nombre de uno de sus hijos, por lo que luego de la muerte del doctor, ella había tenido unos líos legales bárbaros con toda esa familia.
Casi un mes después mi abuelo se murió y ella ni siquiera estuvo ahí cuando pasó. Después vino la tarea de ordenar la casa y repartir las cosas entre la familia. Ahí ella sí estuvo y hasta creo que esperaba entrar en la repartija como “viuda” que seguramente se consideraba. Mi papá iba separando cosas en un montoncito que él creía podían ser para ella, Lidia, lo iba desarmando. Intentó llevarse un juego de té que había sido de mi abuela, pero sólo la despacharon con un álbum de fotos de Cataratas.

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