miércoles, 27 de abril de 2011

alfeñiques

  
En el ambiente hay olor a alfeñiques. Esos caramelos que compraba mi abuela en El Molino, cuando yo era chica. Siempre tenía varios guardados en los cajones de la cocina, junto con algunas gomitas de eucalipto. El chico sentado al lado mío juega solitario en su teléfono. Más atrás dos hermanos, de siete y ocho años, ella le enseña una coreografía y le explica, a toda voz, cómo mover los brazos así. La señora  de enfrente se parece a esa abuela que se supone conocí y no me acuerdo. Usa lentes ahumados, saco rojo, el pelo corto y mira todo con un aire de desgano, enojo, o cansancio quizás, como todos a esa hora del día. Siempre pienso cuando miro ese tipo de caras, cómo será que se les dibujo esa línea en la boca, como para abajo. Casi dibujada. Serán los años…
Unas paradas más adelante se sube una señora, usa el mismo perfume que usaba mi mamá hace años. Creo que era un Chanel, muy dulce. Tanto que se impregna entre tantos olores y tapa todo lo demás. Ella esta vestida toda de negro, es rubia y usa el pelo largo, pero tomado. Ella también tiene cara triste. Más que de cansada. Seguro estuvo esperando a alguien, que no fue. Como esa señora del Barcelona, estaba sola, en una mesa preparada especialmente para seis personas, se ve que hace rato esperaba. Se está cansando de esperar y se pide una gaseosa,  mira impaciente ese reloj de pared horrible que hay ahí, el mozo le dice que no se impaciente que ya irán a llegar. Le ofrece el teléfono semipúblico que está en el mostrador. No tiene ningún número anotado… se cansa de estar sentada, se pone a charlar con el mozo cerca de la puerta, hacen conjeturas del porqué de la tardanza. Ella se veía que se había preparado para salir de su casa ese sábado. Estaba muy maquillada y con ropa que no es la de todos los días, ni la de ir a Barcelona. Quizás viene de lejos esa gente, pienso. Hasta yo estaba me estaba preocupando ya. Cuando nosotras ya nos terminamos la pizza, ella decide irse. Se pone un saco violeta con hilitos que brillan, bastante espantoso y se disculpa con el mozo por haber tenido que armarle mesa y haberlo hecho esperar.
Qué modos son esos de plantar a una pobre vieja!, nos reímos nosotras. Encima no fue uno solo que la plantó, fueron cinco, mucho peor. Pensar que antes te pasaban siempre esas cosas, cuando no teníamos celular y usábamos número sin el cuatro adelante. Te quedabas en encontrar con alguien y tenias que ir. Si no, llamarle  de un público, de cobro revertido, marcando diecinueve adelante.
Me  fui a dormir pensando en la señora del Barcelona, en lo que habrá hecho cuando llegó a su casa. Seguro se sacó la ropa de salir, se puso una bata o un jogging, se tomó un anisado, quizás unos mates y prendió la tele. Seguramente no buscó ningún número de teléfono para pedir ningún tipo de excusa. Rezó y se acostó sola, pensando que si hubiera estado su marido nada habría sido como fue. Ella llegaba a casa, él escuchaba la radio en el fondo mientras regaba las plantas de noche, porque de día se queman. Le daba un abrazo, le acariciaba el pelo, como estaba medio triste le iba a decir que esa noche estaba muy linda, que menos mal que la habían plantado así volvía a casa temprano. Le convidaba unos mates y un bizcochito.

domingo, 24 de abril de 2011

pensaba que...

En que partes del cuerpo se nos ubica la seguridad a medida que nos pasan los años. 
En que partes del cuerpo deja de haber inseguridad, y pasan a haber aceptaciones.

De repente te encontrás caminando con auriculares y la capucha puesta. Mirando fijo al tipo que se te cruza. Con las manos en los bolsillos y creyendo o queriendo creer que sabias lo que te esperaba.

viernes, 15 de abril de 2011

  Candelaria siempre fue una chica triste. No se podía imaginar su vida de otra manera. Triste. Cada cosa buena que le pasaba, sería seguramente, el anuncio irónico, de algún otro acontecimiento desgraciado y triste.

  Toda su vida giraba en torno a la tristeza, a agrandarse el hueco en el pecho. Se vestía de melancolía, siempre con ropa vieja y de vieja. Se hizo amiga del insomnio, se emborrachaba de mentiras y dormía, siempre, con ella y con su ausencia.

  Caminaba entre la gente sin mirarla, seguramente, sólo se detendría en alguna mirada como la de ella, ausente, gris. Algún día se enamoraba de algún vagabundo, o de otro que toquaba la guitarra en alguna plaza.

  Aquel noviembre, y por esas cosas de la vida, que sólo se entienden a la distancia, le sostuvo la mirada. Quién no era triste, pero sí le gustaba aparentarlo un poco. Se vestía con colores, fumaba y vivía de sus fantasías.

  El se le acercó, quizás atraído por las diferencias y le ofreció un cigarrillo. Ella aceptó sin saber, ni siquiera sospechar, que era lo que estaba aceptando.

  Se fueron conociendo y a medida que pasaban los sábados, ella sumaba algún color, un pañuelo, un collar, un vestido, y hasta alguna sonrisa. Disfrutaban algunas noches juntos, él le escribía canciones, ella le tejía puloveres, él le cocinaba, ella lo adoraba.

  El tiempo seguía pasando, y Agustín seguía viviendo de sus fantasías y Candelaría lo seguía adorando.
Eso era todo.

  Era enero y el invierno más frío en quince años. Ella había hervido unas verduras y lo esperaba en cancanes, como a él le gustaba. El entró a la casa que ya compartían, con sus libros en la mano y la esperanza por el piso. Le dijo que había descubierto que no era real. Que él no era real. Que alguien se lo había inventado. Que ella.

  Lloró, pataleó, rompió sus fotos juntos. Le reprochó verdad. Ella no pudo hacer más que meterse en su cama, bien adentro. Taparse los oídos. Cerrar los ojos. Cerrarse.

  Agustín dió un portazo y salió.

  Candelaria se volvió a vestir de melancolía, a hacerse amiga del insomnio, a emborracharse de mentiras y a dormir con ausencia. Y algunos días, a enamorarse de algún vagabundo.

  Nunca más se miraron. Nunca más se miró con nadie cómo se habían mirado aquel noviembre.

  Se sabe que él siempre la espera, y cuando más la extraña la espía desde alguna esquina. Sabiendo que seguramente ella ya no le busque la mirada, y que quizás, ni siquiera lo reconozca.

viernes, 8 de abril de 2011

cosas que me llenan de satisfacción

hoy me llega un mail:
asunto: estado de fb de un tal Nahuel
Enfrente del Auditorio, por la 25 de mayo, casi en la esquina, en un rinconcito, está escrito con letras rojas esto: "Acá está permitido llorar." Primera vez que me invitan a hacer eso. Gracias, a esa mano anónima. Lo tendré en cuenta... 

  Eran las siete de la tarde. Yo salía del colegio, caminaba cuatro cuadras e iba a misa. Estaba en el segundo año del secundario y todavía no lograba entender un montón de cosas que con los años, la experiencia, el dolor y la terapia logré entender.

  Hacía cola para confesarme, supongo que le diría al cura que me peleaba mucho con mi mamá, que no estudiaba lo suficiente u otras banalidades de un chico de 14 años. O quizás le diría que sólo pensaba, que era yo la que debía estar en cama, con psicofármacos y deprimida, porque yo tenía la culpa.

  Pensaba las categorías de otra manera a como las pienso hoy. Tendrá que ver con cómo uno se va acostumbrando a ser persona. Y a vivir alrededor de ellas.  Cuando hablo de categorías, creo que me refiero a los adjetivos, a lo que uno creía ser, o aspiraba a ser. Pienso los adjetivos que habré usado para referirme a mis padres, a mis profesores o a lo que yo quería ser. Pienso que  hoy estoy lejos de poder definir algo así. También porque no me interesa. O porque quizás, uno se vuelve menos pretensioso, o se acostumbra. También quizás las palabras, a veces quedan chicas, para explicar lo que uno piensa, o siente. Ya Barthes lo dice “Las palabras, ¿Qué son, una lágrima dirá más”…

jueves, 7 de abril de 2011

El verde era el color picante.

El blanco el color que no pinta.

No todos veíamos lo mismo, qué razón podría existir para que todos viéramos los mismo, y de hecho cómo podríamos saber si todos realmente veíamos lo mismo. Y además, cómo sabemos que los colores que vemos, los vemos todos de la misma maner.
Cómo podía ser que mi papá no se haya muerto si yo lo vi irse al cielo en un avión. Además cómo podía yo querer a alguien que no veía nunca y no estaba conmigo cuando había tormenta y me moría de miedo. O cuando no podía dormir porque había una especia de monstruo de barro viviendo abajo de mi cama que estaba esperando el momento que yo descolgaba un pie de la cama para subirse y olerme.

Porqué tenía que existir la casa de Edith que tenía una entrada con paredes de color verde hospital en donde cada noche, en mis sueños, mis papás me abandonaban.

Ciencia oculta si las hay. La mentalidad de un chico de 5 años.

domingo, 3 de abril de 2011

lunes.

Me acordaba de los domingos de aquel octubre, cuando vivía en otro sótano y por otras latitudes. Yo me levantaba temprano, para seguir con la rutina. Me tomaba unos mates, con taragüí que era la única que conseguía. Solía ir a un negocio en la calle Eglinton, donde me llenaba de nostalgia por ver unas galletas Manón o un pote de dulce de leche. Cómo puede una góndola de supermercado hacerte sentir tan cerca de casa.
Salía en busca de (no sé qué) sólo salir. Tomar el subte y bajar en alguna estación que  me sonara pintoresca. Un día me encontraba con algún mercado de antigüedades, con un puerto o con algún parque con gente que salía acompañada. No como yo.
Caminaba, sacaba fotos, comía, compraba cosas innecesarias. También hablaba sola y en otro idioma, para practicar.
Por aquella época, ya hacía frío, y el clima hostil hacía que mi domingo sea, semana a semana, un poco más gris.
Volvía a casa deseando que sea lunes para, por lo menos, tener con quien hablar en la oficina en una hora de almuerzo.
Caminando por mi barrio de casa bonitas, miraba por las ventanas a las familias allí reunidas. Me imaginaba a mi abuela que seguramente estaría jugando carioca con mis primas, comiendo maicenitas, y esas cosas de familia de domingo. Yo sólo esperaba el lunes.
Cuando entraba en ese otro, mi sótano, pensaba en la mujer que vivía arriba con su perro. Ella también seguramente estaría sola, pero acostumbrada. Seguramente cerca de las siete de la tarde se cocinaría algo, o se haría algún batido dietético, prendería la televisión y quizás ella también espere el lunes, tanto como yo lo esperaba.