miércoles, 26 de octubre de 2011


Ese día se empezó a vislumbrar como un gran final. A veces pienso que fue también, un gran comienzo para otras cosas que vendrían. Sólo que a esos grandes comienzos sólo los entendería con varias horas de terapia.

Era octubre y había sido el día de la madre el fin de semana anterior. Ese domingo habíamos estado en la casa de mi tía, y yo había hecho una mousse de dulce de leche. No tengo muy claro si ese día fue un miércoles, o un jueves, sí me acuerdo que mi viejo estaba en la facultad dando clases. Yo estaba en mi pieza estudiando para el último parcial de antropología.

Mi mamá había salido, al hiper (ese supermercado pseudo shopping) que acostumbra, todavía a ir casi todas las siestas de su vida. A veces se toma un cafecito, a veces vueltea. Creo que, como a mí, el clima de siesta de esa ciudad la altera un poco. Tenía un pantalón de jean blanco y una remera blanca. Que no es algo fácil de olvidar, no sólo porque contrasta mucho con el color de su piel, sino por lo que pasó ese día.

Escuché que venía el auto de lejos, ya que el ruido de su motor es inconfundible, y  que la estacionada fue un poco violenta. A esas horas de la siesta, y en un barrio como el de mi madre, llama bastante la atención. El portón que se cerró violentamente, a lo que salté de la silla del escritorio, para ver que estaba pasando. Cuando la vi. El rojo de la sangre, ese rojo oscuro, le llegaba hasta las rodillas, desde su entrepierna. Lo primero que pensé es en una menstruación, lo que descarté de inmediato por tamaña cantidad de sangre. Su cara estaba pálida, alcanzó a tirarse en la cama, para desmayarse inmediatamente. Yo sola. Llamé a la ambulancia, después a mi tía. Lo que viene después lo tengo un poco desordenado, sé que fuimos a un sanatorio, que yo manejé. Y mi mamá fue sola en la ambulancia. Que mi papá llego al rato, y hasta creo que yo lo llamé a la facultad. Que de repente, en esa sala de espera estábamos todos los que habíamos estado ese domingo, con cara de velorio.

Por suerte no hubo velorio. Sí una operación, muchas peleas, un primer año de facultad que terminó sin demasiadas emociones, una navidad que llegó, de nuevo a la casa de mi tía, un viaje al sur. Y una mudanza.

sábado, 8 de octubre de 2011



Mi primer escritorio me lo regalaron cuando tenía seis, no me acuerdo bien quién. Pero era redondo, con sillita de yute. Siempre me gustó dibujar, nosé si por copiarle a mi papá que dibujaba en su escritorio, o porque es una típica actividad de un hijo único sin hermanos para molestar. Cada vez que mi papá volvía de viaje el regalo obligado era una caja de lápices o un cuaderno y una caja de alfajores, obvio. Nunca me voy a olvidar cuando me trajo mis primeros Caran d’Ache, una lata roja de 24, con la bandera suiza y una paisaje suizo, seguro, en la tapa. Todavía vivíamos en la casa de la calle Ameghino y por esos tiempos mi papá vivía entre San Juan y Paraguay. Yo invité a mis amigos del barrio a mi casa a dibujar y cuando veía que alguno apretaba mucho el lápiz, lo retaba.

Después de esa casa nos fuimos a vivir con mi abuela, ahí no tuve escritorio, la mesada de la cocina funcionaba como tal. Me gustaba usar el banquito de madera, ese que cuando venía mi tío, era exclusivo de él. Yo dibujaba en la cocina mientras la Ema miraba novelas. Le prometí que cuando sea una artista famosa la llevaba al Caribe.

En mis años de adolescencia, de mi pieza azul, no tuve escritorio. Pero usaba una cómoda para estudiar. Creo que en esos años no dibujé mucho. Creo también que no volvería a esos años jamás.

Ya a los diecisiete, cuando empecé la facultad mi papá me dio uno de sus tableros. El mismo que me acompañó hasta hace unos meses atrás. Tablero blanco, patas rojas. Primero estuvo en esa pieza azul, donde tuve que sacar una de las camas para invitados para que entrara. Estaba en una esquina de la pieza, y ahí estaba yo todo el día. Ya al año siguiente me mudé a mi casa. Con el tablero muy manchado de pintura, que también servía cuando venía algún compañero a estudiar. En el 2008 mi papá me regaló una computadora y sirvió para eso.

Ese quedó contra una pared blanca, que tenía dos repisas más arriba. Una con un cuadro del mar que hizo mi hermano, y otra con cajitas, piedras, portarretratos, cosas y cositas. Antes tenía más cosas, ahora ya no guardo tanto. Fotos blanco y negro de un lado, fotos de la familia al lado, y postales de obras del otro. Para dibujar tuve que buscar otro escritorio. Y mi mamá me dio  una mesa plástica de jardín, que se movía si la mirabas fijo, pero servía para su fin.
Al poco tiempo mi papá me dio otro tablero que tenía guardado en su oficina. Éste era el más grande que tuve. De madera, todo blanco. Ese sirvió de escritorio de dibujo, de estudio y de mesa de comer. Ese también lo tuve hasta hace algunos meses. Ahora está desarmado guardado con otras tantas cosas mías que descansan en cajas en la casa de mi mamá.

Ahora tengo un escritorio que me regaló Fede. Es de madera y chiquito como el lugar donde vivo. Y es perfecto. Y aquí dibujo, estudio, escribo y tomo mate. Me di cuenta que extrañaba tener un escritorio, un par de centímetro cuadrados que sólo son para hacer esas cosas que más me gusta hacer. Un lugar donde al sentarme me dan ganas de hacer cosas. Y me hace feliz.