viernes, 8 de abril de 2011

  Eran las siete de la tarde. Yo salía del colegio, caminaba cuatro cuadras e iba a misa. Estaba en el segundo año del secundario y todavía no lograba entender un montón de cosas que con los años, la experiencia, el dolor y la terapia logré entender.

  Hacía cola para confesarme, supongo que le diría al cura que me peleaba mucho con mi mamá, que no estudiaba lo suficiente u otras banalidades de un chico de 14 años. O quizás le diría que sólo pensaba, que era yo la que debía estar en cama, con psicofármacos y deprimida, porque yo tenía la culpa.

  Pensaba las categorías de otra manera a como las pienso hoy. Tendrá que ver con cómo uno se va acostumbrando a ser persona. Y a vivir alrededor de ellas.  Cuando hablo de categorías, creo que me refiero a los adjetivos, a lo que uno creía ser, o aspiraba a ser. Pienso los adjetivos que habré usado para referirme a mis padres, a mis profesores o a lo que yo quería ser. Pienso que  hoy estoy lejos de poder definir algo así. También porque no me interesa. O porque quizás, uno se vuelve menos pretensioso, o se acostumbra. También quizás las palabras, a veces quedan chicas, para explicar lo que uno piensa, o siente. Ya Barthes lo dice “Las palabras, ¿Qué son, una lágrima dirá más”…

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